lunes, 15 de abril de 2013

Mi afición (1a parte)


No soy un cleptómano, ése es un término muy psiquiátrico para mi hobby. Para mí es un pasatiempo necesario. Algunos no pueden pasar un día sin un café, o sin jugar a su videojuego preferido… a mí me gusta robar. Pero no soy un ladrón cualquiera. Aquellas pobres almas que entran en una casa enmascarados y llevan un bate por si el dueño se despierta me dan pena. Aquellos que roban joyas, objetos de valor, cajas fuertes, son escoria. Yo hago de mi pasatiempo un arte.
Cada noche me preparo a conciencia: me quito la barba postiza, pongo una pequeña llave en la garganta que aguanto con la lengua para no tragármela, no llevo cartera, me maquillo por encima de las señales de nacimiento, cicatrices, lunares… Es entonces cuando estoy preparado.
Me encanta escalar, subir por paredes planas ayudándome de poyos de ventanas, tuberías clavadas o relieves de ladrillos crea un enigma a resolver a cada paso que das. Es un estímulo indescriptible que llena mi cabeza de sensaciones a las que otros llegan solo a través de las drogas. Esta es mi droga. Nunca elijo la misma casa dos veces ni entro por la puerta principal. No uso ganzúas ni llaves maestras. Mis herramientas son mis manos y un pañuelo para eliminar huellas. Entrar en una casa de extranjis me pone el corazón a cien. La oscuridad iluminada por las farolas de la calle o alguna tenue lámpara es mi mejor arma, tanto de defensa como de ataque. Nunca sustraigo objetos de valor ni tarjetas de crédito, solo cojo dinero en efectivo. Los objetos tienen dueño, el dinero no es de nadie. La gente no suele guardar dinero en grandes cantidades en casa, a no ser que estén escondidos cerca de donde duermen o en cajas fuertes y yo no miro ahí. Me gusta mirar chaquetas, bolsos, carteras… Es curiosa la cantidad de familias que tienen un lugar común donde guardan calderilla para coger un par de monedas “por si acaso” antes de salir. Es dinero que no van a echar en falta y si lo hacen lo van a dar por perdido. De hecho mi campo de juego son los comedores y los recibidores. Las habitaciones están demasiado pobladas y las cocinas son muy ruidosas.
Alguna vez me ha pillado la policía, pero nunca he tenido la suerte de ver una comisaria por dentro. Cuando algún agente de la ley me engancha con las manos en la masa sigo un método de escape infalible y efectivo. No digo ni una sola palabra. Siempre me hacen muchas preguntas, me registran los bolsillos, me quitan el pañuelo y el dinero sustraído. Luego, como no pueden arrancarme nada más, me esposan y me meten en el coche patrulla para llevarme a comisaría. Hace un tiempo que me hice una llave casera, suficientemente pequeña para que cupiese en unas esposas y me liberaran. Es gracioso que lo único que sale de mi boca cuando me pilla la policía sirve para liberarme. Utilizo cualquier momento (que no son pocos) en el que los perros de la ley estén distraídos y salto del coche patrulla. Alguna vez no se han dado ni cuenta.
Al día siguiente me quito el maquillaje y me pongo mi característica barba con la que mis familiares y amigos me conocen. No pueden encontrarme, a nadie le crece una barba en una noche. No guardo nada de botín, me lo gasto todo. Tengo unos pequeños ahorros por si hay algún improvisto, o por si algún día quiero comprarme algún juguetillo y hacer de mi hobby una profesión más seria. De momento soy feliz con lo que tengo. Vivo con mis padres y mi hermana pequeña y estudio en la universidad.
Aun así, esta no es, ni de lejos, la parte más interesante de mi historia. Todo empezó el día en que nos mudamos. El pueblo donde vivíamos era un sitio ideal para calmar mi necesidad nocturna, pero a mi padre lo ascendieron en la empresa y lo mandaron a vivir a una urbanización pudiente. Urbanización pija sería el término adecuado.
Recuerdo el primer día que vimos la casa. Más que la casa en sí yo me iba fijando en el vecindario. No estaba acostumbrado a cámaras de vigilancia, ni a perros guardianes, ni a sistema de detección por movimiento o calor. Tenía la sensación de que una compañía de seguridad de espías americanos se había hecho de oro vendiendo gadgets en ese vecindario.
Todo aquello me crispó, pero luego lo tomé como un estímulo. Una tentación a subir de nivel, a superar mis propios récords. Esbocé una sonrisa.
Mientras desempaquetábamos llamaron al timbre. Los vecinos, unos tales “Dinérez” o “MacMoney” se presentaron en nuestra casa a darnos la bienvenida. Una familia simple. Simple de cantidad, no de contenido. Eran tres: El padre de familia era empresario de los grandes, de los que gestionan sus negocios desde casa y solo salen a ver si hay que contratar o despedir a alguien. Su mujer vivía de él, era una lapa con una tarjeta de crédito conjunta, se creía literata pero solo leía libros de auto ayuda que iba mencionando cada dos frases. La tercera de la familia era una chica de mi edad, había leído mucho más que su madre pero en calidad de mensajes de móvil. Nos invitaron a su casa a tomar un café para descansar del viaje. Yo aproveché la oportunidad para echar un vistazo a la casa. No suelo hacer un diagnostico previo al acto, pero esa vez me lo permití, estaba en terreno nuevo. Su sistema de alarmas no me alarmó (valga la redundancia): nos contaron que la mayoría de cámaras que se veían de forma evidente distribuidas por toda la casa eran de mentira, solo para asustar. La única que funcionaba era la de la habitación matrimonial, ya que ahí estaba la caja fuerte. Nos lo contaron con total naturalidad, como presumiendo de su capacidad de engañar a los posibles ladrones.
Decidí actuar aquella misma noche. Si me pillaban irían directamente a mi casa a denunciarme y, como aun no estábamos totalmente instalados, podríamos cambiar de casa sin remordimientos. Si no me pillaban habría sido una nueva hazaña para mí. Fui a hacer mi trabajo más tarde de media noche.
Entré en aquella casa por el espacioso jardín, sin miedo a que ninguna de aquellas falsas cámaras me detectase. Fue tan fácil como aburrido. Entré por el patio trasero al comedor, allí había algo que nunca me hubiera imaginado. Míster Dinérez acababa de saltar de una silla a una soga atada al techo, se estaba suicidando.

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