jueves, 18 de abril de 2013

Mi afición (3a parte)


Y ahí estábamos. Dos horas estuvimos esperando a que una pareja de ancianos saliera de la casa que habíamos elegido. Cuando abandonaron la casa, mi chófer me dio mi walkie-talkie, era pequeño y sofisticado, de esos que se ponen en la oreja y se aguantan solos.
- ¿Recuerdas dónde están los puntos muertos de las cámaras? – me dijo muy en serio.
Yo asentí con la cabeza y salí del coche. Escalé sin dificultad por el muro que rodeaba aquella mansión ostentosa y me dirigí a la puerta principal. Tal y como me había dicho mi compañero de crimen, había una llave de repuesto encima del marco de la puerta. Entré en la casa. A la derecha había un panel con teclado numérico en el que puse los 4 dígitos que Dinérez me había proporcionado. Funcionaron. Realmente había trabajado en serio en preparar bien aquel golpe.
Ahora podía caminar sin temor por todas las habitaciones de aquella casa. Era una sensación extraña a la que yo no estaba acostumbrado. Pero me acomodé rápidamente, abrí la nevera y me serví en una copa de crista un poco de horchata. Sí, horchata.
- ¿Cómo va todo compañero? Por aquí no hay peligro inminente.  – Sonó en mi oreja.
Casi me muero del susto, no recordaba que tenía aquel pequeño aparato. La copa con mi bebida cayó al suelo y se rompió. Yo me quedé inmóvil, esperando que sonara alguna alarma. Pero no pasó nada. Respiré con tranquilidad y le contesté:
- No me des esos sustos. Aquí todo va bien, si surge algún problema ya te avisaré.
Me giré para dirigirme a la habitación donde estaba la supuesta caja fuerte y vi a una niña en pijama mirándome. Odié a toda la comunidad de vecinos de aquella urbanización. La niña me dijo.
- Has roto una copa de mis yayos.
- Ya, lo siento. Luego la limpiaré. Ves a tu cuarto, no pasa nada.
- ¿Qué? – Escuché por aquel abejorro eléctrico que tenía en la oreja - ¿Por qué me dices que me vaya a mi cuarto? ¿No estamos robando una casa?
- ¡Cállate! – Le grité al aire. La niña pensó que se lo decía a ella. Empezó a llorar. – No, no, no. No te lo decía a ti guapa. Mira, ves a tu cuarto, te cuento un cuento y sueñas con angelitos y unicornios, ¿vale?
Así lo hicimos. La acompañé a su habitación. Desde su ventana se veía el coche con el que habíamos venido. Se durmió rápidamente y volví a mis quehaceres.
- ¡No me habías dicho que tenían a su nieta en casa! – Le reproché a Dinérez.
 - ¡¿Cómo iba yo a saberlo?!
Por suerte la habitación de los abuelos estaba al lado de la de la niña. Entré con la linterna en la boca. Haciendo mucho silencio para que no se despertara otro nieto y me sorprendiera otra vez. Aparté el escritorio y di unos golpecitos en el suelo. Noté que en una zona del parqué sonaba hueco y, tal como me había dicho que hiciera Dinérez, apreté esa parte y un par de baldosas del suelo saltaron. Ahí estaba el botín. No sabía qué contenía, ni siquiera como abrirlo, pero sentí una sensación de alivio enorme. El golpe más dispar que había hecho en mi vida había finalizado. O eso pensaba.
Cogí la caja metálica y me fijé que debajo de ella había un pequeño botón rojo. Era un sensor de peso. En ese instante cayeron unos barrotes de acero en las ventanas de toda la casa y sonó una alarma.
- ¡¿Qué está pasando?! – Me preguntó mi compañero.
- ¡Hay un sensor debajo de la caja! ¡No me dijiste nada de un maldito sensor debajo de la caja! ¡Estoy atrapado!
La alarma seguía sonando. Mi compañero estuvo en silencio un segundo. El segundo más largo de mi vida.
- Muy bien. Plan B. Voy a estrellar el coche a la casa, sal por ahí. Dale todo lo que haya en la caja a mi familia, tal y como habíamos quedado. Diles que les quiero.
¿Plan B? ¿Desde cuándo había un plan B? ¿El tío se va a suicidar para salvarme? Entonces lo entendí. No era el plan B. Era el plan A. Iba a suicidarse para salvar a su familia, tal y como iba a hacerlo el día que entré a su casa. Siguió hablando:
- Rápido, enciende la luz de la habitación donde estés y voy para allá. - ¿dónde estaba el interruptor? Había entrado en aquella habitación a oscuras – Vale, ya la veo. Gracias por todo.
Yo no había encendido ninguna luz. ¿Qué es lo que había visto? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. La niña.
Antes de poder decirle nada oí un estruendo muy grande. Corrí hacia la habitación de la niña. Sólo vi escombros y polvo. Empecé a buscarla. La oí llorar. Estaba bien. No sé si fue por el miedo o porque la última vez que había salvado a alguien durante un robo me había llevado problemas, pero decidí dejarla allí y salir corriendo. El corazón me iba a mil por hora. Corrí en dirección opuesta a mi casa, por si algún vecino me veía. Hice un gran rodeo y llegué a mi patio trasero a los 10 minutos. Los sonidos de sirenas me daban fuerza. Subí por la pared de mi casa hasta mi habitación y me estiré en la cama. Allí comencé a llorar. Aquella noche la pasé fatal.
Después de aquello me prometí no volver a tener compañero de robo. La caja fuerte la abrí al día siguiente. Tal y como me dijo habían joyas, también algunos papeles sin importancia. Lo dejé todo en la puerta de la casa de Dinérez, dentro de un paquete con una carta hecha como si fuera escrita por él.
Ahora sigo robando. Utilizo el útil material que consiguió mi colaborador. Pero ya no tengo ahorros. Todo lo que gano lo envió con un sobre a nombre de la pequeña que, por mi culpa, no pudo andar nunca más en la vida. 

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