viernes, 10 de mayo de 2013

Lágrimas de cocodrilo (1a parte)


Kevin odiaba a su jefe. Pensaba que era de la peor escoria que podía pisar el suelo terrestre y ese pensamiento le rondaba la cabeza de siete de la mañana a cinco de la tarde de lunes a viernes. No era un odio ilegítimo, su jefe lo trataba mal. No lo maltrataba psicológicamente ni físicamente, pero el desprecio que tenía hacia él como subordinado era latente en cada palabra que le dirigía. Le culpaba de errores propios, menospreciaba su trabajo bien hecho y un largo etcétera. Kevin era un chico de 19 años que trabajaba en una pollería del mercado de su pueblo, era un trabajo que le gustaba y no podía quejarse del sueldo, pero no estaba feliz bajo la autoridad de aquel hombre. Una de las pocas personas que entendía a Kevin era uno de los proveedores de la tienda. El hombre que traía los huevos los lunes y los miércoles picaba a las 12 de la mañana en la puerta de la trastienda y, mientras ayudaba a descargar la mercancía hablaba 5 minutos con Kévin y éste le explicaba sus problemas. El proveedor o “huevo-man”, tal y como lo llamaba Kevin, se compadecía de él y se alegraba de ser un oasis en el desierto que vivía. Kevin lo apreciaba mucho.
Para seguir contando la historia debo explicar que los puestos del mercado de Kevin daban a un patio exterior común en el que había unos contenedores de basura, estaba cercado por unas vallas altas de acero para que nadie robara la mercancía que los tenderos guardaban en ese patio, los proveedores debían entrar por una única puerta que se abría por dentro del patio y que estaba vigilada por un guardia de seguridad, además las puertas de los puestos que daban a ese patio sólo se podían abrir por dentro.
Seguimos.
Un día Kevin fue a tirar basura a los contenedores, solía entretenerse ya que cuanto más tiempo pasaba sin ver la cara de su jefe más feliz era. Empezó a oír sirenas y murmullo de gente. De repente vio, entre las macizas barras de hierro de la valla del patio, militares que le decían a la gente de la calle que se marchara rápido de aquella zona, que era peligroso. Súbitamente un grito le heló la sangre, dirigió la mirada hacia donde venía aquel chillido y vio a una chica señalando hacia una calle. De allí salió el mayor cocodrilo que jamás había visto en su vida. De altura era como dos coches uno puesto encima del otro y, por mucho que avanzó para comerse a la chica que había gritado, su cola no salía del callejón de lo larga que era. Kevin, que tenía los ojos y la boca abiertos de estupor pensó que lo mejor que podía hacer era salir de allí. Primero se dirigió hacia la puerta de su puesto de trabajo, pero no podía abrirla. Picó con fuerza, pero ya habían desalojado a todos del mercado y no había nadie al otro lado que lo oyera gritar. Luego intentó salir por la puerta de los proveedores, pero el guardia de seguridad no estaba y Kevin no tenía la llave. Estaba atrapado. El monstruoso cocodrilo, que estaba al otro lado de la calle olió los contenedores de basura y dirigió sus grandes y oscuros ojos hacia el patio del mercado, allí vio a Kevin y se le hizo la boca agua. El joven pollero se dio cuenta que el cocodrilo lo había elegido como tentempié y gritó de miedo en busca de que algún militar lo oyera y lo fuese a buscar. El cocodrilo empezó a dar golpes con su larga cola a las vallas que lo separaban de Kevin. El chico tenía como única y penosa defensa el cuchillo que siempre cogía cuando iba a tirar cartones al contenedor de papel para que entraran mejor. Un gran estruendo acompañó la caída de las vallas cuando el cocodrilo las echó abajo. Kevin sabía que estaba perdido. En aquel momento, el pensamiento que lo acompañaba en su jornada laboral se hizo más fuerte: odiaba a su jefe. Nunca lo odió tanto como en ese instante. Odiaba el día que firmó el contrato. Odiaba su aliento cuando le echaba bronca por fallos injustificados. Odiaba su peinado que intentaba disimular su calvicie…
Cuando no quedaban ni dos metros de separación entre Kevin y el cocodrilo una lata cayó entre los dos. La lata explotó y dejó escapar un gas amarillo que cegó a ambos y les dejó inconscientes. Kevin no dejaba de pensar lo mucho que detestaba a su jefe. 

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