Kevin odiaba a su jefe. Pensaba que era de la
peor escoria que podía pisar el suelo terrestre y ese pensamiento le rondaba la
cabeza de siete de la mañana a cinco de la tarde de lunes a viernes. No era un
odio ilegítimo, su jefe lo trataba mal. No lo maltrataba psicológicamente ni
físicamente, pero el desprecio que tenía hacia él como subordinado era latente
en cada palabra que le dirigía. Le culpaba de errores propios, menospreciaba su
trabajo bien hecho y un largo etcétera. Kevin era un chico de 19 años que
trabajaba en una pollería del mercado de su pueblo, era un trabajo que le
gustaba y no podía quejarse del sueldo, pero no estaba feliz bajo la autoridad
de aquel hombre. Una de las pocas personas que entendía a Kevin era uno de los
proveedores de la tienda. El hombre que traía los huevos los lunes y los
miércoles picaba a las 12 de la mañana en la puerta de la trastienda y,
mientras ayudaba a descargar la mercancía hablaba 5 minutos con Kévin y éste le
explicaba sus problemas. El proveedor o “huevo-man”, tal y como lo llamaba
Kevin, se compadecía de él y se alegraba de ser un oasis en el desierto que
vivía. Kevin lo apreciaba mucho.
Para seguir contando la historia debo
explicar que los puestos del mercado de Kevin daban a un patio exterior común en
el que había unos contenedores de basura, estaba cercado por unas vallas altas
de acero para que nadie robara la mercancía que los tenderos guardaban en ese
patio, los proveedores debían entrar por una única puerta que se abría por
dentro del patio y que estaba vigilada por un guardia de seguridad, además las
puertas de los puestos que daban a ese patio sólo se podían abrir por dentro.
Seguimos.
Un día Kevin fue a tirar basura a los
contenedores, solía entretenerse ya que cuanto más tiempo pasaba sin ver la cara
de su jefe más feliz era. Empezó a oír sirenas y murmullo de gente. De repente
vio, entre las macizas barras de hierro de la valla del patio, militares que le
decían a la gente de la calle que se marchara rápido de aquella zona, que era
peligroso. Súbitamente un grito le heló la sangre, dirigió la mirada hacia
donde venía aquel chillido y vio a una chica señalando hacia una calle. De allí
salió el mayor cocodrilo que jamás había visto en su vida. De altura era como
dos coches uno puesto encima del otro y, por mucho que avanzó para comerse a la
chica que había gritado, su cola no salía del callejón de lo larga que era.
Kevin, que tenía los ojos y la boca abiertos de estupor pensó que lo mejor que
podía hacer era salir de allí. Primero se dirigió hacia la puerta de su puesto
de trabajo, pero no podía abrirla. Picó con fuerza, pero ya habían desalojado a
todos del mercado y no había nadie al otro lado que lo oyera gritar. Luego
intentó salir por la puerta de los proveedores, pero el guardia de seguridad no
estaba y Kevin no tenía la llave. Estaba atrapado. El monstruoso cocodrilo, que
estaba al otro lado de la calle olió los contenedores de basura y dirigió sus
grandes y oscuros ojos hacia el patio del mercado, allí vio a Kevin y se le
hizo la boca agua. El joven pollero se dio cuenta que el cocodrilo lo había
elegido como tentempié y gritó de miedo en busca de que algún militar lo oyera
y lo fuese a buscar. El cocodrilo empezó a dar golpes con su larga cola a las
vallas que lo separaban de Kevin. El chico tenía como única y penosa defensa el
cuchillo que siempre cogía cuando iba a tirar cartones al contenedor de papel
para que entraran mejor. Un gran estruendo acompañó la caída de las vallas
cuando el cocodrilo las echó abajo. Kevin sabía que estaba perdido. En aquel
momento, el pensamiento que lo acompañaba en su jornada laboral se hizo más
fuerte: odiaba a su jefe. Nunca lo odió tanto como en ese instante. Odiaba el
día que firmó el contrato. Odiaba su aliento cuando le echaba bronca por fallos
injustificados. Odiaba su peinado que intentaba disimular su calvicie…
Cuando no quedaban ni dos metros de separación
entre Kevin y el cocodrilo una lata cayó entre los dos. La lata explotó y dejó
escapar un gas amarillo que cegó a ambos y les dejó inconscientes. Kevin no
dejaba de pensar lo mucho que detestaba a su jefe.
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