Kevin
se despertó en la cama de un hospital. Vio que en la puerta había un militar
que, al verlo incorporarse en la cama, avisó a sus padres que estaban fuera de
la habitación. Su madre entró y le abrazó con efusividad. Kevin no sintió nada.
En teoría debía estar tranquilo, contento por estar vivo, o confuso. En su
corazón sólo había odio. Su encuentro con la bestia lo había cambiado para
siempre. El médico le había prescrito un par de semanas de descanso, ya que no
sabía que efectos físicos podría tener aquel veneno que había inhalado. Pasó
las semanas con el papeleo de la indemnización que iba a darle el estado por el
accidente de la bomba de gas. Una indemnización que le arreglaría la vida
durante muchos años. Por eso sus padres se sorprendieron al oír la decisión que
había tomado: quería seguir trabajando en la pollería. Al principio los padres
de Kevin pensaban que aún estaba bajo los efectos del gas pero dio buenas
razones para seguir trabajando y sus padres no pudieron negárselo.
Dicho y
hecho, el día siguiente de acabar las semanas de descanso recomendadas por el
médico, Kevin volvió a su trabajo habitual. Su jefe le dijo que debía recuperar
las horas perdidas, ya que durante su ausencia nadie había limpiado ningún
rincón del establecimiento y le culpaba por las dos semanas de “vacaciones” que
se había tomado. Kevin fue sin rechistar a limpiar cada rincón de la tienda. Su
odio no creció en él, ya que Kevin no sentía otra cosa en su corazón y ya no le
cabía nada más. Tenía preparada una venganza que le haría pagar por todos sus
pecados.
Un
lunes, Kevin se dirigió al mostrador, necesitaba la ayuda experta de su jefe
para un asunto en la trastienda. El jefe accedió a regañadientes y Kevin le
dijo que no sabía si las pechugas de pollo que había encontrado en el fondo de
la nevera estaban malas o no. El jefe las cogió y las examinó detenidamente
para comprobar su estado y vio que, efectivamente, estaban malas y le dijo a
Kevin que las tirara. Mientras el jefe se lavaba las manos en un pequeño
lavamanos que había en la trastienda Kevin le bajó los pantalones. La confusión
que le provocó aquello a su jefe se convirtió rápidamente en enfado y exclamó
“Pero ¿qué haces?”. Kevin gritó “No, no me pegue” lo más fuerte que pudo y se
tiró al suelo. El jefe, aun con los pantalones por las rodillas, se lo quedó
mirando extrañado, detrás de él oyó un ruido de una puerta que se abría. Era
lunes, exactamente las 12 del mediodía y Huevo-man estaba allí puntual. Ante
aquella situación no se le ocurrió nada mejor que darle un puñetazo al hombre
con los pantalones medio bajados y decirle a Kevin: “¡Vamos!”
Kevin
se levantó de un salto. Pasó por encima de su jefe, que estaba en el suelo con
las manos en la nariz por el dolor, y se fue corriendo de allí con su salvador.
Casi no podía aguantarse la sonrisa que le producía saber que todo estaba yendo
como había planeado.
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