martes, 14 de mayo de 2013

Lágrimas de cocodrilo (3a parte, final)


Los papeleos del juicio fueron rápidos. Una presunta violación y maltrato laboral, encima con testigos. Algo casi normal en el día a día de la justicia. Un actuado trastorno por shock delante del juez aumentó la sentencia. Kevin lamentaba no tener un par de años menos para que se sumara “abuso al menor” en el paquete de acusaciones. La indemnización que obtuvo fue descomunal y dejó a su jefe en la bancarrota, por no mencionar el desprecio social que sufriría él y toda su familia. Incluso recibió una carta de su jefe, escrita de su puño y letra pidiéndole que retirara los cargos. Pero Kevin no estaba satisfecho. A él no le interesaba el dinero, quería hundirlo de verdad, más si cabía. Quería que su jefe sufriera en sus carnes la sensación de impotencia que él había tenido. Para ello debía maquinar una jugada estratégica brutal, pero no tenía la capacidad mental suficiente. Necesitaba más de aquello que le había dado “sus nuevas habilidades”, tal y como él lo llamaba. En realidad sus nuevas capacidades intelectuales eran un efecto secundario del gas que le salvó la vida ante el cocodrilo monstruoso. Después del incidente con el cocodrilo capturaron vivo al monstruo y el zoo de la cuidad lo compró para exposición. La presión de la gente y el argumento por parte de asociaciones en defensa de los animales de que en manos del gobierno “aquel inocente monstruo” moriría sin remedio después de mutiladoras investigaciones hicieron que los responsables militares del cocodrilo lo donaran al zoo a regañadientes. A Kevin se lo habían puesto en bandeja. Se dirigió al zoo, allí fue directo al enorme y reforzado terrario que contenía a su antiguo conocido y sin pensárselo dos veces entró. Es curioso cómo las jaulas se preocupan de que ninguna bestia salga de su cautiverio pero no se preocupa de que alguien entre dentro. Se puso cara a cara con la bestia. La gente empezó a gritar y a ofrecerle una mano para salir de allí, pero ni Kevin ni el cocodrilo estaban escuchando. Kevin se aproximó a él, acercó la mano, le acarició el hocico y luego le abrazó su inmensa boca sin notar resistencia por parte de su descomunal amigo. Las personas que vieron la escena enmudecieron de la sorpresa. Kevin y el cocodrilo lloraron.
Toda la seguridad del parque zoológico se movilizó y anestesió rápidamente al cocodrilo. Sacaron a Kevin de allí. Vino la policía y lo interrogaron. Asociaron su acto de locura al trauma del juicio que había tenido. Al poco rato lo llevaron a casa.
Kevin tenía lo que necesitaba. Su segundo encuentro con su querido cocodrilo le había aclarado la mente y se puso en acción de inmediato. No durmió en toda la noche maquinando el plan, u “obra maestra”, tal y como lo llamaba. Estuvo escribiendo folios y folios, perfeccionando la nota que iba a darle por la mañana a su jefe, debía de quedar perfecta. Su inspiración residía en la carta que había recibido anteriormente pidiéndole que retirara las acusaciones.
Al día siguiente, el jefe de Kevin miró el correo y encontró un paquete, dentro había una botella de vino carísimo y una nota. La nota decía que quería pedirle perdón personalmente, todo lo que había ocurrido era una chiquillada en forma de cruel venganza y quería verle por la tarde en su lugar de trabajo. El pobre hombre sonrió e incluso se le escapó una lágrima. Celebró con su mujer el agradable giro de los acontecimientos y descorcharon la botella a la hora de comer. Por la tarde, antes de coger el coche para su cita llamó a su abogado y le dejó un mensaje en el buzón de voz: “Esta noche nos vemos, todo esto va a acabar muy pronto”. Subió al coche y se dirigió al lugar de trabajo. Se sabía el camino de memoria y el entusiasmo le hizo ir más rápido de lo normal pero, al pasar a través de un paso de peatones atropelló a alguien que había salido de la nada. Salió del coche a ver el estado de la víctima. Kevin estaba tendido en el suelo, le sangraba la cabeza y sonreía.
A su jefe se le cayó el alma a los pies. Llamó a la policía, no quería que lo acusaran de darse a la fuga después de todo lo que había pasado, pero los acontecimientos fueron peor de lo que se imaginaba.
Para empezar le hicieron pasar por el control de alcoholemia habitual y dio positivo, a causa del vino que había tomado al mediodía. El mensaje que le había dejado a su abogado poco antes en el buzón de voz fue utilizado en su contra para condenarle por asesinato con premeditación. Intentó probar su versión entregando la nota que había recibido pero no contenía huellas de Kevin, además, después de un estudio más exhaustivo, comprobaron que la letra de aquella nota coincidía con la letra del acusado. Cuanto más intentaba salir de aquel foso, más se hundía. La cárcel fue un destino irremediable.
Kevin estuvo en el hospital inconsciente durante tres días, al cuarto murió. Pero antes de morir su madre jura que dijo: “no me arrepiento de nada”.

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