lunes, 8 de julio de 2013

Monjas cuestionables (1a parte)

El convento de “Nuestra señora del cerro” vivían una treintena de monjas cumpliendo sus votos sin ningún percance. Su rutina las mantenía vivas y ocupadas. No podían ser más felices. Aun así había algo que perturbaba a la abadesa Teresa (o como comúnmente se conoce, la madre superiora): iban acerrar el convento. La principal fuente de dinero que mantenía el lugar abierto provenía de una mensualidad que la Orden de Administradores de Encuentros Católicos les entregaba cada mes.
-…Pero “Nuestra Señora del cerro” es un convento poco significativo que debemos cerrar, es un gasto innecesario, hace años que no se organizan reuniones allí. – Le comunicaba fray Marcos – sabe que los tiempos de crisis que estamos pasando son muy duros…
-No me venga con excusas, nunca ha faltado dinero. ¿Por qué nos cierra? – La superiora Teresa era inteligente, muchos habían intentado tomarle el pelo antes sin conseguirlo, es más salían mal parados – Dígame la verdad, nuestro Señor sabe que si miente lo sabré.
Fray Marcos suspiró con fuerza, era lo equivalente a un becario en prácticas, deseoso de entrar en la orden de los Clérigos regulares pero de momento sólo le daban trabajos desagradables como el que estaba ejecutando y si preguntaba por su importancia siempre le decían: “Ninguna obra es pequeña bajo los ojos de Dios”. Fray quería saber si iba a ser Dios el que le daría un aumento. Le faltaba la chispa de astucia necesaria para saber cómo manipular a la gente así que, cuando la abadesa le pidió la verdad se la dijo sin pensarlo dos veces.
-El ayuntamiento Falguera, donde estáis, ha ofrecido una oferta suculenta a mis superiores para echar abajo el monasterio sin hacer preguntas. El rumor dice que estás geológicamente bien localizadas en el pueblo y que ocupáis un lugar que se podría aprovechar mejor. No lo han pensado mucho: no guardáis reliquias ni tenéis un valor histórico, así que…
-¿Cuánto?
-¿Perdone?
-¿Cuánto le ofrece? Lo doblo.
Fray Marcos hizo un ruido seco que se interpretó como una risa con desgana.
-¿Cómo? ¿Vais a hacer un mercado especial de bollería? ¿Tenéis ahorrado suficiente de las ventas de manualidades como para parar un ataque como ese?
Hubo un silencio. La Abadesa Teresa apretaba la mandíbula, lo hacía siempre que analizaba algo con fuerza para buscarle solución. Se apretó los ojos con el índice y el pulgar. No sabía qué hacer, estaba atrapada.
-Déjenme unos días para reflexionarlo. Por lo menos déjenme hablarlo con mis hermanas. Dígales a sus superiores que encontraremos una forma de arreglarlo.
Se despidió y colgó el teléfono. Era tarde y se sentía cansada. Quería dormir antes de seguir pensando en ello, probablemente por la mañana lo vería desde otra perspectiva. Se fue a la cocina a buscar un vaso de agua, de camino encontró a Sor Cándida, era una señora muy mayor, casi senil y arrugada como una pasa en el desierto. Era de aspecto cuco, su pequeña altura le daba un aire inofensivo y en su cara tenía dos ojos azules cristalinos que, cuando hablabas con ella y te miraba, sabías que no te entendía. Se pasaba el día viendo la tele si no estaba en la cocina haciendo los mejores dulces de yema de cualquier convento. A esas horas sólo hacía zapping hasta que se quedaba dormida y la madre superiora iba a buscarla.

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La abadesa Teresa dejó de caminar. Había escuchado algo que le encendió una bombilla en su cerebro, era arriesgado pero debía intentarlo. 

martes, 2 de julio de 2013

¡Ganadora!

Y aquí está la ganadora del sorteo luciendo su premio. Pronto os diré cómo podréis conseguir un ejemplar de "El relato de mi vida". Y quien sabe... a lo mejor vuelvo a hacer un sorteo dentro de un tiempo.


¡Muchas felicidades!

Cuando lo dejes ir (2a parte)

Sara no sabía por qué Cristian no había ido a clase. Supuso que se había quedado dormido. Sonreía al pensar que probablemente se había acostado la noche anterior con la chaqueta puesta y que con el calor no había podido dormir. Ese pensamiento la hizo relajarse y sacó los apuntes, la clase empezó. Normalmente las clases de Literatura eran aburridas: el profesor era un sexagenario que se plantaba delante de la pizarra y recitaba las clases como un radiocasete viejo y rallado. Pero aquel día la clase tuvo una serie de sorpresas inesperadas. Para empezar la silla del profesor se arrastró unos metros sin que nadie la empujara. Los alumnos se extrañaron, algunos empezaron a tener miedo. El rotulador rojo de la pizarra magnética levitó y escribió, bajo los atentos ojos de los presentes, la palabra FUERA. Al principio nadie supo qué significaba, pero todos lo entendieron cuando un golpe en la ventana resonó por todo el aula. El profesor exclamó, como si se acabara de despertar:
-¡Vamos, todos fuera!
Apelotonándose en los pasillos creados por las mesas de la clase, los alumnos salieron con dificultad del aula. Sara no. A Sara una voz que provenía de ningún sitio le dijo “Quédate”. Cualquiera hubiera pegado un salto del susto, pero Sara reconocía aquella voz. De hecho la tranquilizó y ella obedeció la orden. El profesor salió del aula, se giró y vio a Sara sentada aún en su pupitre, fue a buscarla pero la puerta se cerró como con un golpe de viento. No fue un golpe de viento: el viento no gira las cerraduras de las puertas.
Sara estaba inmóvil, sentada en su pupitre esperando que aquella voz volviera a hablarle. Quería que aquella voz volviera a hablarle. Vio una silueta en el lugar donde unos instantes atrás su profesor recitaba la clase del día. Lo reconoció enseguida: era Cristian con su chaqueta nueva. Se levantó, tenía un mal presentimiento, una vocecita le decía que algo andaba mal pero por otra parte estaba contenta de poder ver a su novio. Entonces se dio cuenta, podía ver las letras de la pizarra a través del cuerpo semi-transparente de su novio. Se tapó la boca por la sorpresa.
-¿Cri…Cristian?
La figura se giró lentamente sin mover ni un músculo, como si estuviera encima de una plataforma giratoria. Efectivamente era Cristian pero su cara tenía una expresión de tristeza que Sara no había visto nunca. Siempre que Cristian estaba cerca de su novia no podía dejar de sonreír. Era más un gesto incontrolado que una expresión voluntaria, siempre sonreía con ella. Pero no esta vez. Tenía los ojos hundidos en unas ojeras oscuras. Como si hubiera llorado tanto como para no dormir tres días seguidos. Levantó la mirada y la vio. Su cara intentaba reproducir la sonrisa involuntaria pero no podía.
-Sara… Tienes que ayudarme. 

lunes, 1 de julio de 2013

Cuando lo dejes ir (1a parte)

Cristian se sentía afortunado. Su novia Sara lo quería y él lo sabía. Tenían la suerte de verse cada día en el instituto donde cursaban bachillerato. El día anterior ella le había dado un regalo de aniversario adelantado: una chaqueta de jugador de rugby, de aquellas típicas de las películas americanas que llevan los más populares. Era roja con las mangas blancas: exactamente la misma que habían visto unos meses atrás en un escaparate de su ciudad. Cristian la lucía aquella mañana con orgullo, no sólo por saber que le quedaba bien, sino porque que aquello representaba, de alguna forma, que su relación iba bien.
Se subió al autobús como todas las mañanas pensando qué podía regalarle a Sara, tenía un par de días antes de que cumplieran su primer año y su regalo debía ser tan genial como el que había recibido. Se sentó en el mismo sitio de siempre esperando que el jefe de estudios de su instituto no lo viera, ya que solían coger el mismo bus y si se sentaban juntos no paraba de hablar. En la parada siguiente, antes de coger la autopista se subió un hombrecillo con una gabardina que le llegaba a los pies. Era calvo y encorvado. Parecía que sostenía una cosa debajo de la gabardina que llevaba. Sudaba mucho y se puso muy nervioso cuando el conductor le llamó la atención cuando se dejó el ticket del viaje. Levantaba la cabeza como buscando a alguien y se sentó al lado de Cristian. A éste le pareció graciosa la manera en que aquel hombre actuaba. El bus arrancó y sobrepasó un badén bruscamente, en ese instante la gabardina de su acompañante se abrió un poco y dejó ver lo que llevaba debajo. Cristian vio el cargamento de dinamita y abrió los ojos sin poderlo disimular, el hombrecillo observó la expresión del chico y se tapó rápidamente. Cristian empezó a negar con la cabeza, pero las palabras se le escapaban.
-No, no, no. ¡NO! No voy a morir aquí ¿Me oyes?
- Cállate – le respondió aquel hombrecillo.
-¡Este hombre tiene una bomba!
Los pasajeros empezaron a murmullar. Cristian le dio un empujón a aquel hombre y lo lanzó al pasillo de autobús.
-¡No nos vas a matar, cabrón! ¡Sal de aquí!
El hombrecillo abrió la gabardina y todos pudieron ver lo mismo que Cristian había visto unos segundos antes y además una pantalla con una cuenta hacia atrás que marcaba solamente ocho segundos.
-Demasiado tarde – dijo el hombre con una sonrisa.
-¡No! ¡No voy a morir aquí! – Cristian fue a darle un puñetazo como si así pudiera detener la bomba. No llegó a tocar la cara del hombrecillo, la bomba estalló antes.