Isaac
abrió su portátil decidido a escribir sus memorias. Tenía noventa y siete años
y, según sus planes, le quedaba, por lo menos, una veintena más. Las manos le
temblaban a causa de la vejez y los ojos cristalinos casi no le dejaban ver
pero él sabía que la juventud se llevaba por dentro. Era la mañana de un jueves cualquiera del el
año 2110. El anciano psicólogo quería dejar por escrito los recuerdos de los
trabajos que lo hicieron famoso, antes de que la vejez le arrebatara la memoria.
Se
sentó en frente de la pantalla y empezó a dictar en voz alta todo lo que el ordenador
quería que dejara por escrito. “Como toda buena historia, la mía empieza con
una llamada…”
Como
toda buena historia, la de Isaac empezó con una llamada. No solía recibir
muchas en su despacho, por lo que supo en seguida que iba a ser importante.
Movió la cabeza y su cuello crujió, era una mala costumbre que solía hacer
cuando estaba nervioso. Alargó el brazo y descolgó.
-¿Dígame?
-¿Isaac?
¿Eres tú? – Una voz femenina sonaba por el auricular. Contenía un vago recuerdo
que Isaac no lograba adivinar.
-Sí,
soy yo. ¿Con quién hablo?
-Soy
Agatha, ¿Te acuerdas de mí? Estudiamos juntos el primer año de psicología.
-¡Agatha!
Qué sorpresa – Hacía más de siete años que no hablaban y, aunque Isaac
recordaba hablar con ella, no conseguía dibujar su rostro en su memoria -.
¿Cómo estás? Recuerdo que lo último que supe de ti es que dejaste Psicología
para hacer Biología, ¿me equivoco?
-¡Que
buena memoria tienes! Tienes razón, de hecho la acabé. Y por eso te llamo.
Estamos buscando a algún buen psicólogo de confianza para un trabajo en mi
laboratorio.
-De
acuerdo, tengo algunos contactos que…
-No.
Te estoy ofreciendo el trabajo a ti.
-¿A
mí? Si apenas tengo un año de experiencia.
-Eres
perfecto. No queremos a alguien que esté oxidado ni a algún especialista en
cualquier campo. Buscamos a alguien que tenga sus estudios frescos en la mente.
Isaac
frunció el ceño. No había sido un alumno ejemplar de su promoción, se sacó la
carrera por ser el negocio familiar. De hecho esperaba ahorrar lo suficiente en
la oficina de su padre para irse a vivir lejos y estudiar otra cosa. Aun así quiso
dar una oportunidad a aquella ocasión. Aunque su trabajo no era su vocación, la
idea de dejar las redes laborales familiares le atraía. Aceptó el trabajo y
Agatha le dio una lista de todo lo que debía traer. No iba a hacer ni siquiera
una entrevista previa, entraría de cabeza a ser parte de la sociedad de E.S.
Zoos.
A la
mañana siguiente estaba preparado según las instrucciones que le habían dado
por teléfono. Esperó delante de su casa con la maleta preparada como si fuera a
hacer un largo viaje. Un coche con el logo de E.S Zoos llegó a la hora indicada
e Isaac se subió a él después de abrazar a su madre y estrechar la mano de su
padre como única despedida. Dentro del vehículo lo esperaba Agatha.
En
ese instante la imagen de su rostro volvió a su mente aunque algunos rasgos de
madurez lo hacían diferente. Era una chica guapa que emitía profesionalidad por
cada uno de los poros de la piel. Lo recibió con una sonrisa dibujada solo con
los labios, bastante artificial o por compromiso. “Es una pésima actriz” pensó
Isaac.
-¿Vas
a explicarme ya en qué consistirá mi trabajo? – Isaac temió que la manera en la
que había planteado la pregunta fuera demasiado inquisitiva -. Me tienes
intrigado – Quiso aflojar su tono con un risa tímida.
-Tu
trabajo será la de un psicólogo como cualquier otro. No te preocupes, no te
vamos a hacer probar drogas ni medicamentos experimentales, si es lo que habías
pensado.
-No,
ni mucho menos. Pero me intriga saber quién o quienes serán mis pacientes. ¿Son
trabajadores estresados? ¿Algún compañero tuyo que haya ingerido algún
medicamento experimental sin querer?
-Nada
de eso. De momento no puedo decirte nada. No es una cuestión de secretismo,
simplemente quiero que descubras tu nueva labor de golpe. Si te la contase
ahora posiblemente no me creerías.
Isaac
asintió y pasó el resto del viaje sin decir nada más. No tardaron mucho más en
llegar a su destino y eso decepcionó a un psicólogo que quería ampliar sus
horizontes o, mejor dicho, traspasarlos. Entraron por unas puertas de cristal a
un edificio gigantesco y de aspecto moderno. Isaac seguía a Agatha un paso por
detrás de ella y ambos entraron en un ascensor. Cuando las puertas estuvieron
cerradas, Agatha sacó una pequeña llave y la metió por una ranura situada junto
al botón del piso inferior, marcado como “-1”. Al llegar a ese piso anduvieron
por un pasillo estrecho que daba a una única puerta con un megáfono instalado a
la derecha. Agatha presionó el botón del megáfono.
-Ya
estamos aquí.
Nos
adentramos en una inmensa sala repleta de mesas de laboratorio, ordenadores y
pizarras. Unas quince personas, todas con batas blancas, trabajaban allí. También
había un mono. Agatha miró a Isaac y le hizo una señal para que lo acompañara. Isaac
no podía apartar la mirada del simio, sentado encima de una de las mesas. Tal
era su distracción que casi tropieza con Agatha, que se había detenido delante
de otra puerta. Ella sacó una tarjeta del bolsillo y la pasó por un lector
luminoso que dio un pitido y abrió la puerta.
-Isaac,
te presento a tu nuevo paciente, Enrique.
Delante
de mí, sentado en una mesa blanca y mirándome con unos ojos enormes y verdosos
había un gato. No un gato cualquiera, tenía mi altura y sonreía. También vestía
una bata blanca pero, a diferencia de los individuos de la otra sala, era la
única prenda que le cubría el cuerpo. Se levantó y me acercó la mano. La garra.
-Encantado de conocerle, doctor.