miércoles, 5 de febrero de 2014

El último suicidista (9a parte)

Héctor paró de hablar en seco, su mirada se dirigió por encima del hombro de David hasta la puerta. David se giró poco a poco y vio lo mismo que él. Alejandro estaba viéndolos desde la puerta. Había seguido a su padre hasta allí.
-Entonces… - dijo – ¿Es usted quien está detrás de todo esto?
Héctor puso cara de reconocimiento, de humildad, como si le hubieran alabado una hazaña. Alejandro avanzó poco a poco hacia Héctor. Cuando pasó por al lado de su padre David le susurró “Vete de aquí” pero lo ignoró.
-Eres tú el que me ha dado respuestas a muchas preguntas. Te debo mi nueva percepción de la vida. Te debo muchas cosas.
Alejandro se acercó lo suficientemente a Héctor como para poder abrazarle. David no podía creer lo que veía. La persona que más amaba del mundo estaba abrazando de forma casi paternal al hambre más detestable del mundo. Todo cambió en un segundo. El abrazo se hizo más fuerte e inmovilizó a Héctor, Alejandro lo atrapó y se giró para ver la cara de su padre, Héctor estaba ahora de espaldas a David.
-Papá, salva al mundo. – Dijo Alejandro con lágrimas en los ojos. – Papá, te odio.
El dispositivo ANA que llevaba Alejandro dio un silbido agudo y Héctor se dio cuenta que la sien derecha de Alejandro estaba pegada a la suya y gritó. El dispositivo explotó sin que nadie pudiera hacer nada.
Los dos cuerpos cayeron al suelo ante la mirada sorprendida de David. Le costó una milésima de segundo entender qué había pasado. David dejó caer la pistola y se abalanzó hacia su hijo y lo recogió con sus brazos. Tenía la sien destrozada y la cara casi irreconocible. David gritó de rabia. Sus lágrimas salían de sus ojos descontroladamente. Dio un puñetazo al suelo y luego siguió dándoselos al cuerpo sin vida de Héctor. Se quedó sin fuerzas y cayó de espaldas al suelo. Cerró los ojos. Quería planear su siguiente paso con frialdad. Sabía que no se libraría de ser despedido. No tenía nada que perder. Sonrió. Parecía que aquello había hecho que entendiera, por fin a su hijo. Su hijo. Que yacía muerto a su lado. Le cogió la mano y volvió a llorar. El agujero de su sien dejaba ver su cráneo abierto y parte de la mandíbula. Era impresionante la fuerza de aquellos aparatos. Entonces se le ocurrió la manera de parar todo aquello, o por lo menos intentar pararlo.

El pasillo por donde había venido y el almacén en el que estaba no los había construido Héctor, estaban allí desde la guerra, probablemente abandonado y olvidado por todos y probablemente había más y daban a otras salidas. David había estudiado eso en el instituto. Buscó algún plano o algún papel en el que indicara ésa posibilidad. No encontró nada. Salió hacia el almacén e inspeccionó las paredes. Bingo. Encontró un trozo de pared que claramente estaba construida recientemente. No encontró ningún mazo con el que poder echarlo abajo y, cuando intentó derribarlo un par de veces con el hombro sin éxito, se le ocurrió una alternativa más divertida. Abrió una de las cajas de los dispositivos ANA, leyó las instrucciones e instaló el dispositivo en la pared de la misma manera que indicaban. Al verlo colocado pensó que no iba a ser suficiente e instaló dos más. Cuando hubo acabado gritó “Explotad”, ya que era la frase para de activación de los dispositivos. El estallido hizo que la pared explotara dejando tres agujeros del tamaño de un balón de fútbol. David ayudó con unos golpes a que los ladrillos que quedaban por desprenderse se cayeran. Al otro lado de los escombros había otro pasillo iluminado por luces de emergencia. David entró y avanzó hasta que encontró una escalera en la pared y una trampilla en el techo. Cuando alcanzó a abrirla se asomó y se alegró de estar en el sitio donde sospechaba que le conduciría: el interior vacío del centro religioso. David tenía entonces todo lo necesario para urdir su plan.

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