Había
una vez una niña muy especial que veía el mundo de una manera particular. Para
ella todo lo que recibía con los sentidos era tal y como existía. Esa niña se
llama Sofía. Y es mi hija. En los primeros años de de su vida ya vi que no
actuaba como sus compañeros de guardería, su maestra fue la primera en notarlo.
La llevamos a su médico de cabecera y éste nos dio el teléfono de un psicólogo
especializado en niños. No tardó mucho en descartar algún grado de autismo o
hiperactividad en ella, ni tampoco era, según las pruebas, superdotada. Pero
ella actuaba de manera extraña: al escuchar alguna canción no seguía el ritmo
con la cabeza o con sus piececitos, al ver alguno de los dibujos no transmitía
ninguna expresión de sorpresa.
El
psicólogo la hizo pasar por un escáner neuronal mientras le hacía ver dibujos
animados y escuchar música clásica. Cuando nos dio los resultados no parecía
muy convencido de sí mismo.
-
Realmente es un caso fuera de lo común. Su hija Sofía recibe los estímulos como
cualquier niño de su edad. Pero los procesa de manera diferente.
-
¿Tiene algún déficit en alguna parte de su cerebro? – Preguntó su madre.
- No,
todo lo contrario. Su manera de computar los estímulos es superior a la de
cualquier persona. No expresa ninguna emoción porque todo lo que recibe no pasa
por lo emocional, va directamente al intelecto. A parte de eso es una niña
completamente normal.
Salimos
bastante confusos de la consulta, pero yo adapté una posición diferente
rápidamente. Soy profesor de Filosofía, fui yo el que eligió el nombre de mi
hija y no pude haberlo acertado más. Sofía no tenía el problema subjetivo al
que toda la humanidad está sujeto. Ella percibía el mundo tal y como es. En vez
de dejarse llevar por el placer de la música ella oía ritmos encadenados por
una armonía lógica. En vez de sentir compasión o rabia por los protagonistas de
series animadas, películas o libros ella podría analizar la situación de manera
objetiva y juzgarla sin peligrar su integridad emocional. Podía ser la mejor
juez del mundo.
Divagando
en todos estos pensamientos recordé una asamblea sobre epistemología que se
hacía en mi universidad. Podía presentar a Sofía a todos los catedráticos
presentes como la solución al problema de La Verdad. Dejaría por los suelos a
Descartes o Newton una niña pequeña con una capacidad de ver las cosas tal y
como son.
El día
de la asamblea estaba orgulloso de mi hija, como no lo había estado nunca. Subí
al púlpito y me dirigí a la audiencia.
- Me gustaría empezar la charla con la famosa
frase de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. Su
interpretación de la percepción de la realidad no iba errada. No podemos dejar
de ver el mundo sin estar sujetos a una cantidad de prejuicios y sentimientos
tan grande que nos ciegan. ¿Y si hubiera un sujeto superior a esa cojera
perceptiva? Quiero presentarles a mi hija Sofía. – Hubo un murmullo general
entre el público, le hice una señal con la cabeza a mi mujer para que me la
trajera, la cogí en brazos. – No ha habido un estímulo aun que haya hecho que…
- Papá…
Mi hija
me interrumpió. En ese instante no me importó, pero lo que dijo me dejó blanco. Sus palabras fueron aplastantes,
nunca hubiera pensado que lo que iba a decir me destrozaría tanto.
- Dime
princesa – Le dije con una sonrisa.
- Ese
señor es muy feo.
Todo el
mundo se rió. Todos menos yo. Acababa de emitir un juicio personal y subjetivo.
¿Se había “curado” de su condición? Mi tesis, mi carrera, mis castillos en las
nubes se habían desplomado. Pedí disculpas a los presentes. Salí de allí con Sofía
en brazos y la llevé a un lugar donde nadie nos pudiese ver. Me arrodillé y le
dije con calma:
- ¿Por
qué has dicho eso, preciosa? Es la primera vez que dices que algo te gusta o
no.
No dijo
nada, simplemente me abrazó.
En ese
instante lo entendí todo. Ella sabía que necesitaba un padre. Yo la estaba
exponiendo como un sujeto de estudio, como un mono de feria. Eso era injusto
incluso para ella.
Los
siguientes años fueron estupendos. Me esforcé para darle una educación de
primera mano. La llevé a diferentes lugares para que experimentara de primera
mano la grandeza de la naturaleza desde los detalles más pequeños. Su
adolescencia fue fácil para mí como padre, le encantaba aprender y conocer más.
Sabía que las cosas eran de una manera pero que el hombre las entendía de otra
y eso la fascinaba.
Un día,
mientras leía me dijo:
- Papá,
me gustaría aprender a tocar el violín.
La
apunté a clases y aprendió a controlar los ritmos y crear melodías. Su cerebro
encontraba descanso en esa armonía de sonidos después de un largo día de
confuso desorden y caos.
Yo
encontraba triste que no pudiera apreciar la belleza de lo que tocaba.
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