lunes, 6 de mayo de 2013

Tal y como son las cosas



Había una vez una niña muy especial que veía el mundo de una manera particular. Para ella todo lo que recibía con los sentidos era tal y como existía. Esa niña se llama Sofía. Y es mi hija. En los primeros años de de su vida ya vi que no actuaba como sus compañeros de guardería, su maestra fue la primera en notarlo. La llevamos a su médico de cabecera y éste nos dio el teléfono de un psicólogo especializado en niños. No tardó mucho en descartar algún grado de autismo o hiperactividad en ella, ni tampoco era, según las pruebas, superdotada. Pero ella actuaba de manera extraña: al escuchar alguna canción no seguía el ritmo con la cabeza o con sus piececitos, al ver alguno de los dibujos no transmitía ninguna expresión de sorpresa.
El psicólogo la hizo pasar por un escáner neuronal mientras le hacía ver dibujos animados y escuchar música clásica. Cuando nos dio los resultados no parecía muy convencido de sí mismo.
- Realmente es un caso fuera de lo común. Su hija Sofía recibe los estímulos como cualquier niño de su edad. Pero los procesa de manera diferente.
- ¿Tiene algún déficit en alguna parte de su cerebro? – Preguntó su madre.
- No, todo lo contrario. Su manera de computar los estímulos es superior a la de cualquier persona. No expresa ninguna emoción porque todo lo que recibe no pasa por lo emocional, va directamente al intelecto. A parte de eso es una niña completamente normal.
Salimos bastante confusos de la consulta, pero yo adapté una posición diferente rápidamente. Soy profesor de Filosofía, fui yo el que eligió el nombre de mi hija y no pude haberlo acertado más. Sofía no tenía el problema subjetivo al que toda la humanidad está sujeto. Ella percibía el mundo tal y como es. En vez de dejarse llevar por el placer de la música ella oía ritmos encadenados por una armonía lógica. En vez de sentir compasión o rabia por los protagonistas de series animadas, películas o libros ella podría analizar la situación de manera objetiva y juzgarla sin peligrar su integridad emocional. Podía ser la mejor juez del mundo.
Divagando en todos estos pensamientos recordé una asamblea sobre epistemología que se hacía en mi universidad. Podía presentar a Sofía a todos los catedráticos presentes como la solución al problema de La Verdad. Dejaría por los suelos a Descartes o Newton una niña pequeña con una capacidad de ver las cosas tal y como son.
El día de la asamblea estaba orgulloso de mi hija, como no lo había estado nunca. Subí al púlpito y me dirigí a la audiencia.
 - Me gustaría empezar la charla con la famosa frase de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. Su interpretación de la percepción de la realidad no iba errada. No podemos dejar de ver el mundo sin estar sujetos a una cantidad de prejuicios y sentimientos tan grande que nos ciegan. ¿Y si hubiera un sujeto superior a esa cojera perceptiva? Quiero presentarles a mi hija Sofía. – Hubo un murmullo general entre el público, le hice una señal con la cabeza a mi mujer para que me la trajera, la cogí en brazos. – No ha habido un estímulo aun que haya hecho que…
- Papá…
Mi hija me interrumpió. En ese instante no me importó, pero lo que dijo me  dejó blanco. Sus palabras fueron aplastantes, nunca hubiera pensado que lo que iba a decir me destrozaría tanto.
- Dime princesa – Le dije con una sonrisa.
- Ese señor es muy feo.
Todo el mundo se rió. Todos menos yo. Acababa de emitir un juicio personal y subjetivo. ¿Se había “curado” de su condición? Mi tesis, mi carrera, mis castillos en las nubes se habían desplomado. Pedí disculpas a los presentes. Salí de allí con Sofía en brazos y la llevé a un lugar donde nadie nos pudiese ver. Me arrodillé y le dije con calma:
- ¿Por qué has dicho eso, preciosa? Es la primera vez que dices que algo te gusta o no.
No dijo nada, simplemente me abrazó.
En ese instante lo entendí todo. Ella sabía que necesitaba un padre. Yo la estaba exponiendo como un sujeto de estudio, como un mono de feria. Eso era injusto incluso para ella.

Los siguientes años fueron estupendos. Me esforcé para darle una educación de primera mano. La llevé a diferentes lugares para que experimentara de primera mano la grandeza de la naturaleza desde los detalles más pequeños. Su adolescencia fue fácil para mí como padre, le encantaba aprender y conocer más. Sabía que las cosas eran de una manera pero que el hombre las entendía de otra y eso la fascinaba.
Un día, mientras leía me dijo:
- Papá, me gustaría aprender a tocar el violín.
La apunté a clases y aprendió a controlar los ritmos y crear melodías. Su cerebro encontraba descanso en esa armonía de sonidos después de un largo día de confuso desorden y caos.
Yo encontraba triste que no pudiera apreciar la belleza de lo que tocaba. 

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